En México ha existido siempre el culto a la muerte. Después de la conquista y durante la colonia, abundaron testimonios de que los dioses indígenas del inframundo, junto con otras deidades prohibidas, eran adorados en secreto por mexicanos fieles a sus creencias. Durante el siglo XIX y principios del XX se supo de esqueletos a los que se les rendía culto en varios lugares de la república, como Zacatecas, Hidalgo y Chiapas.
Pero no es hasta después de los años 70 cuando la veneración a la Santa Muerte, de ser secreta y casi exclusiva de chamanes y curanderos, se popularizó y se extendió hasta Centroamérica y Gringolandia.
Aprovecho para avisarles que en la columna de al lado de esta página iré subiendo una biblioteca con mis autores y libros favoritos. Cada semana agregaré nuevos títulos. Sólo denle clic en la foto del escritor que les interese, o si quieren tener acceso a todos los títulos visiten mi página en scribd:
Santísima muerte de mi adoración,
no me desampares de tu protección.
En la Biblia está escrito: “Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto comerás; Menos del árbol de ciencia del bien y del mal, porque el día que de él comieres, morirás”. Eva y Adán desobedecieron la orden, comieron del árbol del conocimiento y Jehová los condenó: “con el sudor de tu frente conseguirás el pan de cada día hasta que vuelvas a la tierra, polvo eres, y al polvo serás tornado”.
Cuenta la leyenda que, para llevar a cabo el castigo impuesto a los humanos, Dios escogió un ángel menor y le entregó una guadaña para segar la vida de los mortales.
A diferencia de los demás ángeles, que eran bellos y amados por los hombres, el Ángel de la Muerte, con su rostro descarnado y sus alas negras, inspiraba sólo horror y espanto. Su tarea era muy dura, nunca descansaba y tenía que relacionarse con los vivos en su peor momento. Su alma se fue amargando, se hizo cada vez más parecida a la de los vivos que castigaba y más lejana de su divino origen, hasta que dejó de ser ángel. Entonces decidió coronarse emperadora de la tierra y salió a dar batalla campal para extender y consolidar su imperio. Muchos sabios, brujos y reyes quisieron resistírsele, ganarle su cetro y huir del filo de su guadaña. Pero ni la magia, ni la sabiduría, ni el ejército más poderoso, pudieron detener a la Muerte.
Así pasaron los siglos, hasta que Jehová decidió perdonar al hombre y mandó para ello a su hijo, quien con su sacrificio borró la afrenta humana y con su resurrección fue el primero en vencer a la Muerte. Esta, al ver al justo varón vencerle sin armas, sin magia y sin ejércitos, recordó el cielo que abandonó por su misión en la tierra, se arrepintió de su vanidad, rompió su corona y su cetro, y se arrodilló a los pies del Señor.
“Levántate”, le dijo Jesús, “y continúa con la misión que te dio mi padre, mantén el equilibrio sobre la tierra hasta que yo regrese y se imponga el nuevo reino y la vida eterna, entonces podrás morir y descansar de tu pesada carga”.
Desde entonces la Muerte, sin ser ya ni ángel ni rey, lleva a cabo su tarea esperando el momento del juicio final y de su merecido descanso, pues nadie en la tierra trabaja tanto ni es más justo que la Muerte.
Esta es la leyenda que vi pintada en las paredes de una capilla dedicada a la Santa Muerte, en el barrio de Peralvillo.